por Roberto Benzo
Carlos Saavedra Lamas, Bernardo Houssay, Luis Federico Leloir, Adolfo Pérez Esquivel y César Milstein, además del inmenso orgullo que representan para la Argentina (el país de América Latina con más Premios Nobel en ciencias duras) tienen algo en común: todos ellos han egresado de la Universidad Pública.
Hemos aprendido también que el nivel de desarrollo de un país se juega en buena parte en la importancia que se le asigne a la investigación científica. En ese sentido, la casi totalidad de la investigación que se realiza en nuestra patria tiene como ámbito de realización la articulación del “Sistema científico nacional” Conicet-Universidades Públicas.
En ese contexto es preciso reconocer que una parte significativa de la excelencia educativa de nuestro país tiene lugar en el ámbito de la educación pública universitaria y, ciertamente, sin desconocer los muy meritorios esfuerzos de otras casas de estudio de gestión privada por sostener algunos nichos de calidad.
Dicho esto, no está bien asistir a una extendida ingratitud en determinados grupos sociales, paradójicamente de los más favorecidos económicamente, que se expresa en un latiguillo tan reiterado como injusto: “Pago mis impuestos y “este” país no me devuelve nada. Tengo salud privada, seguridad privada y mando a mis hijos a colegios privados”.
Más allá de la miopía que significa, viviendo en sociedad, perder de vista que el sector más necesitado de la población depende de la poca o mucha salud, educación y seguridad que le provee el Estado, la afirmación es parcialmente cierta. Porque, en lo que hace a la educación, los quejosos olvidan (¿deliberadamente?) que probablemente sus hijos, esos mismos chicos que tal vez hayan hecho su escuela primaria y secundaria en colegios privados de onerosa matrícula, cuando llegan a la educación superior en muchos casos eligen realizar sus estudios y obtienen sus títulos de grado gratuitamente en la Universidad Pública. Son las mismas carreras universitarias que en casi cualquier otro país del mundo, comenzando por los más desarrollados, suponen un costo económico tan alto que, para hacerlo gráfico, podemos equipararlo a un inmueble de apreciable valor monetario por cada título profesional recibido.
Si esto es así, lejos del “no me devuelve nada”, “este” país le ha retribuido al tan esforzado como desagradecido contribuyente con una o más (según sea la cantidad de títulos) propiedades de gran valor mediante la educación pública universitaria gratuita recibida por sus hijos.
No es el caso, pero para llevar un poco de paz a su aflicción, podría el quejoso hacer una cuenta y ver quién es el que le debe a quien. No sea cosa que al final de las sumas y las restas, lo aguarde alguna sorpresa.
Si aún queda alguna duda, preguntemos a los estudiantes extranjeros que pueblan las aulas de nuestras universidades lo que les costaría acceder a un servicio idéntico en sus países. Otra es la discusión acerca de la reciprocidad o las compensaciones que esos países deberían tener con el nuestro.
Además los hijos de esas familias, egresados de la Universidad Pública, siguiendo las orientaciones recibidas, en no pocas ocasiones adolecen de la gratitud y el orgullo que supone el privilegio del título recibido y a partir del cuál se han cimentado muchas vidas profesionales exitosas, económica y laboralmente, tanto en el país como en el exterior. Imaginar modalidades para devolver a la sociedad lo que la sociedad generosamente les ha entregado, sería de estricta justicia.
Es de buena persona ser reconocido y agradecido. Apenas de eso se trata.
(*): Abogado-Docente Universitario – Facultad de Derecho-Universidad Nacional de Mar del Plata. robertobenzo@gmail.com